ECONOMIA SIN CORBATA
¿Por qué los aborígenes australianos no invadieron inglaterra?
Todos los bebés nacen igual, desnudos. Pero muy pronto a algunos de ellos los cubren con ropa carísima, comprada en las mejores boutiques, mientras que a la mayoría los visten con harapos. Cuando crecen un poco, los primeros ponen mala cara cada vez que los familiares o los padrinos les traen más ropa —ya que ellos preferirían otro tipo de rega- los—, y los segundos sueñan con el día en que podrán ir a la escuela con zapatos sin agujeros.
Ésta es una de las caras de la desigualdad que define nuestro mundo. Puede que oigas hablar sobre dicha desi- gualdad, pero no la ves porque, seamos sinceros, a tu escue- la no van niños condenados a una vida de carencias, inclu- so de violencia, como la de la inmensa mayoría de los niños del mundo. Por lo menos en teoría, sé que eres consciente de que la mayoría de los niños del mundo no son como tú y tus compañeros de clase. Recientemente me preguntaste:
«¿Por qué hay tanta desigualdad?». Mi respuesta no me satisfizo ni siquiera a mí. Así que espero que me permitas volver a responderte, pero esta vez dejando que formule mi propia pregunta.
Puesto que vives y estás creciendo en Australia, en tu instituto de Sídney has asistido a actividades y cursos sobre los aborígenes, y por lo tanto conoces las injusticias come- tidas contra ellos y contra su cultura —que los colonizado- res británicos pisotearon durante dos siglos—, así como de la escandalosa pobreza en la que viven todavía. Pero ¿te has preguntado alguna vez por qué fueron los británicos quie- nes invadieron Australia y les arrebataron —porque les daba la gana— la tierra a los aborígenes —en realidad, los exterminaron—, en lugar de que ocurriese lo contrario?
¿Por qué no desembarcaron los aborígenes en Dover y avanzaron rápidamente hacia Londres asesinando a cada inglés que se atreviera a oponerles resistencia? Apuesto a que en tu instituto ningún profesor se atrevió ni siquiera a plantear esta cuestión.
Sin embargo, esta pregunta es importante. Si no la con- testamos, corremos el riesgo de admitir, sin pensar, que los europeos han sido, al fin y al cabo, más listos y más capaces. El argumento contrario, que los aborígenes eran mejores personas y por eso no fueron colonizadores, no nos con- vence, ya que sólo podríamos aceptarlo si hubiesen cons- truido grandes barcos transatlánticos, hubiesen adquirido armas y el poder para llegar hasta las costas de Inglaterra y
poner en fuga el ejército inglés, pero, aun así, hubiesen ele- gido no esclavizar a los ingleses ni tampoco saquear su tie- rra en Sussex, en Surrey, en Kent.
La pregunta sigue siendo potente: ¿por qué tanta desi- gualdad entre los pueblos? ¿Acaso algunos pueblos son más listos que otros? ¿O quizás es algo diferente, algo que no tiene que ver con el origen o el ADN de las personas, lo que explica que por las calles de tu ciudad nunca hayas visto la pobreza que percibiste cuando caminabas por Tailandia?
una cosa son los mercados y otra cosa, la economía
La sociedad en la que creces fomenta la opinión errónea de que economía es igual a mercados. ¿Qué son exacta- mente los mercados? Los mercados son la esfera del inter- cambio. En el supermercado «intercambiamos» nuestro dinero por los productos con que llenamos el carro. El que cobra ese dinero —es decir, el propietario o el empleado del supermercado, cuyo sueldo sale del dinero que abona- mos en la caja— lo intercambia a su vez por otras cosas. Si no existiera el dinero, daríamos al vendedor otros bienes que él desease. Por eso te digo que el mercado es el lugar donde se hacen los intercambios. De hecho, hoy por hoy este lugar puede ser virtual (acuérdate de cuando me pides que te compre apps a través de iTunes o libros a través de Amazon).
Te explico estas cosas porque mercados teníamos incluso cuando vivíamos en los árboles, antes de aprender a cultivar la tierra. Cuando un antepasado nuestro ofrecía un plátano pidiéndole al otro una manzana, teníamos una for- ma de intercambio; un mercado rudimentario en el que el precio de una manzana era un plátano, y al revés. Pero esto no es una verdadera economía. Para que se creara una ver- dadera economía hacía falta algo más: hacía falta empezar a producir, en lugar de limitarse a cazar animales, pescar o recoger plátanos.
Dos grandes saltos: lenguaje y superávit
Hace aproximadamente ochenta y dos mil años los huma- nos dieron el Primer Gran Salto: lograron utilizar las cuer- das vocales para emitir no solamente sonidos ininteligibles, sino palabras. Setenta mil años más tarde —es decir, hace más o menos doce milenios—, dieron el Segundo Gran Salto: lograron cultivar la tierra. El lenguaje y la posibili- dad de producir comida, en lugar de gritar y comer lo que proporcionaba la naturaleza (caza y fruta), crearon lo que llamamos economía.
A día de hoy, doce mil años después de que el ser huma- no descubriera la posibilidad de cultivar la tierra, podemos considerar aquel momento como verdaderamente históri- co: por primera vez, el ser humano consiguió no depender de la generosidad de la naturaleza, sino que aprendió a trabajarla con esfuerzo para producir bienes para él. ¿Fue un momento de alegría y grandeza? ¡De ninguna manera! La única razón por la cual los humanos aprendieron a cultivar la tierra fue porque tenían hambre. Habiendo exterminado la mayoría de la caza, gracias a la habilidad con la que caza- ban, y habiéndose multiplicado tanto que los frutos de los árboles ya no les eran suficientes, el hambre forzó al ser humano a inventar métodos de cultivo de la tierra.
Como todas las revoluciones tecnológicas, tampoco ésta la... elegimos. La tecnología de la agricultura, de la economía agrícola... ¡simplemente surgió! Y, sin preten- derlo, junto con ella cambió la sociedad humana. Por pri- mera vez la producción agrícola creó el elemento básico de una verdadera economía: el superávit. ¿Qué es eso? Es un producto de la tierra que no sólo es suficiente para alimen- tarnos y para sustituir las semillas utilizadas durante el año
—que a su vez habíamos «ahorrado» el año anterior—, sino que además sobra, lo que permite acumularlo para emplearlo en el futuro; por ejemplo, los cereales que hemos guardado para un mal momento —como la destrucción de una cosecha por culpa de una granizada— o para plantar- los el año siguiente, aumentando el superávit futuro.
Aquí hay que fijarse en dos cosas: primero, que es difícil que la caza, la pesca y la recolección de frutos puedan produ- cir superávit, puesto que los peces, los conejos y los plátanos tienen una duración limitada —a diferencia de los cereales, el maíz, el arroz y la cebada, que se conservan—; segundo, que la producción de superávit agrícola generó los siguientes milagros de la sociedad: escritura, deuda, dinero, Estados, ejércitos, clero, burocracia, tecnología e incluso la primera forma de guerra bioquímica. Veámoslos uno a uno...
Escritura
Los arqueólogos nos dicen que la primera forma de escri- tura aparece en Mesopotamia. ¿Para qué se utiliza? Para registrar la cantidad de cereales que cada agricultor había depositado en el almacén común. Es lógico: como era difí- cil que cada agricultor construyera su propio almacén para poder guardar su superávit, era más sencillo que hubiese un almacén común controlado por un guardián en el que cada agricultor guardara su cosecha. Pero este tipo de organiza- ción requería un comprobante de que, por ejemplo, el se- ñor Nabuj había «depositado» cien kilos en el almacén. De hecho, la primera escritura surgió para que se pudiesen es- cribir este tipo de recibos, para que cada cual pudiese de- mostrar cuánto había depositado en el almacén común. No es una casualidad que las sociedades que no necesitaron desarrollar la agricultura, porque la caza y los frutos les eran más que suficientes —por ejemplo, las sociedades de aborígenes australianos y de indígenas norteamericanos—, se hayan conformado con la pintura y la música, y no ha- yan inventado jamás la escritura.
Deuda y dinero
El comprobante de las cantidades de productos, como los cereales que pertenecían a nuestro amigo el señor Nabuj, fue el inicio de la creación de la deuda y del dinero. De nuevo a través de hallazgos arqueológicos sabemos que muchos de los trabajadores cobraban con conchas en las que estaban escritos los números que representaban los ki- los de trigo que el señor debía por el trabajo prestado en sus terrenos. Dado que el trigo al que se referían los núme- ros quizá no se había producido aún, estas conchas eran una forma de deuda del señor hacia el trabajador. Al mis- mo tiempo era una modalidad de dinero, puesto que los trabajadores utilizaban estas conchas para comprar pro- ductos de otros.
No obstante, el hallazgo más interesante tiene que ver con la creación del dinero metálico. Muchos creen que las monedas metálicas se idearon para ser utilizadas en las transacciones, pasando de mano en mano. Pues bien, no fue así. Por lo menos en Mesopotamia, ¡las monedas metá- licas se utilizaban para registrar la distribución del superá- vit agrícola mucho antes de que se les diera el uso actual! Tenemos pruebas de que, en algún momento, el registro de derechos de propiedad sobre los cereales que se guardaban en los almacenes comunes se hacía en función de monedas metálicas virtuales. ¿Virtuales? Sí, virtuales. Por ejemplo, en el registro contable se escribía: «El señor Nabuj recibirá cereales por valor de tres monedas metálicas». Lo divertido es que estas monedas, o bien ni siquiera
existían —es decir, no se acuñaron hasta centenares de años después—, o bien existían pero pesaban demasiado como para que circularan. De este modo, las transacciones sobre la parte del superávit se realizaban en función de unidades monetarias virtuales. Pero algo así requería lo que llamamos creer —en latín, credere, y en inglés, credit—: la creencia o confianza de que estas unidades virtuales tenían valor de cambio y por eso merecía la pena que alguien tra- bajara para recibirlas.
Sin embargo, para que existiera esa confianza, era nece- sario que hubiera algo parecido a lo que nosotros llamamos Estado: una institución colectiva que sobreviviera a la muerte del señor y en la que alguien pudiera confiar que le daría, a su tiempo, la parte del superávit que le pertenecía.
Estado, burocracia y ejércitos
Así, deuda, dinero, confianza y Estado van de la mano. Sin deuda no habría una manera fácil de gestionar el superávit agrícola. Justo cuando nació la deuda surgió el dinero. Pero el dinero, para tener valor, exigía una entidad colectiva, el Estado, que lo hiciera fidedigno. Desde luego, es imposible que exista un Estado sin superávit, ya que necesita buró- cratas que gestionen los asuntos públicos (por ejemplo, tri- bunales que ejerzan de árbitros en el caso de conflictos por discrepancias sobre qué se le debe a cada cual), policías que defiendan los derechos de propiedad y, por supuesto, gobernantes que persigan, con razón o sin ella, un alto nivel de vida. Nada de esto se puede mantener sin un superávit considerable, del que puedan vivir todos ellos sin necesidad de trabajar en el campo. Al mismo tiempo, sin superávit tampoco puede existir un ejército organizado. Y, sin ejército organizado, el poder del gobernante, y del Estado en general, no se puede imponer, al tiempo que el superávit de la sociedad se hace vulnerable a los ataques externos.
Clero
Si lo analizamos desde el punto de vista histórico, todos los Estados que surgieron de las sociedades agrícolas repartie- ron el superávit de una manera tremendamente injusta, en beneficio de los que eran social, política y militarmente po- derosos. Sin embargo, por muy poderosos que fueran los gobernantes, nunca lo hubieran sido lo suficiente como para enfrentarse a la gran mayoría de agricultores sin poder que, de haber llegado a aliarse, hubieran sido capaces de derrocar en pocas horas el régimen que los explotaba.
Entonces, ¿cómo conseguían los gobernantes mantener su poder y seguir distribuyendo el superávit a su conve- niencia sin que les molestase la mayoría de la población? La respuesta es: mediante la inculcación de una ideología legitimadora que convencía a la mayoría de que los gober- nantes lo eran por derecho. De que así debían ser las cosas.
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