miércoles, 12 de noviembre de 2014

Complementarias grado Once

El Estado y la globalización ante la nueva crisis internacional*

 Pablo Armando González Ulloa Aguirre

** Concibo el orden no como la perpetuación de lo existente, sino como su 
transformación. 

Norbert Lechner

 INTRODUCCIÓN

 La globalización es un fenómeno difícil de asir conceptualmente. Para los llamados escépticos, no es más que un fenómeno que comenzó desde el descubrimiento de América, mientras que para otros, ésta se ha venido dando desde la llamada belle epoque —finales del siglo XIX y hasta antes de la Primera Guerra Mundial—; por otro lado, para los no escépticos, se suscitó desde la aparición y desarrollo de las nuevas tecnologías de la información, que hicieron que los procesos informáticos fueran instantáneos en una y otra parte del globo, al grado de que los referentes tradicionales de tiempo y espacio fueron totalmente desechados en la forma tradicional, esto es, el tiempo como una forma específica que se sujetaba a cierta medida temporal que no era instantánea y el espacio como aquel concepto sujeto a una cierta territorialidad.

 El fenómeno de la globalización afectó en gran medida la concepción misma de los Estados, ya que éstos se desenvuelven dentro de referentes tradicionales en los cuales el tiempo y el territorio son partes fundamentales en la forma en la que se organizan y desarrollan. Los tiempos cortos que demanda la globalización y la falta de territorialidad están más cercanos al mercado. Globalización significa la perceptible pérdida de fronteras del quehacer cotidiano en las distintas dimensiones de la economía, la información, la ecología, la técnica, los conflictos transculturales y la sociedad civil, y, relacionada básicamente con todo esto, una cosa que es al mismo tiempo familiar e inasible —difícilmente captable—, que modifica a todas luces con perceptible violencia la vida cotidiana y que fuerza a todos a adaptarse y responder. El dinero, las tecnologías, las mercancías, las informaciones y las intoxicaciones "traspasan" las fronteras, como si éstas no existieran.

 El mercado se presenta, pues, como ese ente abstracto que materializa, hasta cierto punto, aquello que según Beck es tan familiar e inasible por medio del intercambio de bienes y de las transacciones financieras, inmateriales. Miles de millones de dólares van de un lado a otro del planeta todos los días, siendo que el porcentaje que representa el intercambio de bienes equivale a una ínfima parte de las transacciones. La llamada globalización financiera parecía materializar el paradigma del libre mercado, el fin de todas las restricciones y las fronteras, un mundo que se adecuaría a los preceptos del liberalismo y el capitalismo como su forma económica de expresión. A pesar de que estamos asistiendo a un momento en el que las transacciones multimillonarias son, como se sugería anteriormente, cosa de todos los días, el Estado sigue participando de cierta manera en la economía de mercado, estableciendo ciertas pautas de acción mediante políticas económicas, generación de empleo, inversiones de diversa índole, cobro de aranceles, apertura de las fronteras. Sin embargo, el gran poder económico de las empresas trasnacionales está fuera del control estatal; de esta manera, los Estados se ven obligados a modificar sus marcos normativos a favor de éstas, impidiendo que dichos Estados definan, como anteriormente lo hacían, el campo de operación. Y esto parece un asunto natural ante la cada vez más limitada participación en cuanto a porcentaje del PIB de los Estados en las economías, propiciado por un gradual desmantelamiento que comenzó con la venta de las empresas estatales. Ahora podemos apreciar que "el declive de la autoridad de los Estados se refleja en una difusión creciente de la autoridad en otras instituciones y asociaciones, en órganos locales y regionales, y en una asimetría creciente entre los Estados mayores con poder estructural y los más débiles que no lo tienen".

 De esta forma, no es sólo el creciente distanciamiento entre el poder del Estado con el mercado, sino también entre los mismos Estados. En este gran distanciamiento, los Estados centrales utilizaron mecanismos como el Consenso de Washington en América Latina para imponer ciertas políticas sobre la forma de operar de los Estados periféricos, haciendo que éstos perdieran cada vez más la oportunidad de controlar o establecer ciertos límites al mercado. Lo anterior produjo un doble efecto: por un lado, ensanchó cada vez más la distancia entre los Estados centrales y periféricos, y, por el otro, consolidó una élite nacional y trasnacional que se vio beneficiada por este nuevo modelo. A lo anterior, es indispensable sumar aquellas crisis que, por cierto, ya nos habían dado visos de lo que son capaces: el efecto tequila, el efecto samba, dragón, vodka, etcétera. Lo que sucede en una parte del planeta se resiente en la otra. La sociedad del riesgo, de la que tanto ha hablado Beck —y que muchos, incluso él mismo, solamente la veían en el plano medioambiental.

Pero en 2008 nadie pensó que el problema se originara en la gran superpotencia. La crisis de 1929 abrió un nuevo paradigma en la organización económica a partir del keynesianismo. En estos momentos no se tiene gran certeza de hacia dónde va el nuevo paradigma económico ante la nueva crisis financiera que tuvo su epicentro en Estados Unidos, pero lo que sí está claro es la necesidad de fomentar un replanteamiento de la figura del Estado como ese ente regulador —más que espectador o, como más recientemente se ha presentado, como consentidor y hasta auspiciador de los caprichos del mercado— ante la inestabilidad financiera. En este ensayo se analiza la, al parecer, irreconciliable relación entre el Estado y el mercado, a propósito de la reciente crisis y con la globalización como marco transversal; y es que aunque dicha globalización no afecta de la misma manera a todos los Estados —debido a que unos son más fuertes que otros—, sí es posible afirmar que todos se ven mermados ante la falta de límites en los mercados, tal como lo hizo ver la pasada crisis internacional que afectó a Estados Unidos de una manera que no se veía desde la crisis de 1929. Ante estos fenómenos es imperativo analizar cuáles pueden ser los planteamientos para repensar al Estado. Al respecto, las formas de organización regional e internacional están sobre el tintero y en la medida en la que no se busque una forma por reestructurar el concierto de las naciones —no sólo mediante las instituciones internacionales tradicionales, sino mediante la creación de nuevas y la reestructuración de las antiguas— las crisis seguirán siendo la constante más que la excepción en la organización internacional. 

 GLOBALIZACIÓN, ESTADO Y MERCADO, ¿ENTES IRRECONCILIABLES?

Si algo nos han enseñado los revisionistas de la Revolución Francesa (Tocqueville, de Maistre, Constant, Burke), es a poner énfasis en la necesidad de los equilibrios; en ese sentido, la dicotomía entre el Estado y mercado requiere de equilibrios. Durante la década de 1970 desde la izquierda y derecha el Estado recibió las más implacables críticas debido a la falta de libertad que por su propia naturaleza reguladora imponía. Los insurgentes de mi juventud creían que desmantelando las instituciones lograrían producir comunidades, esto es, relaciones de confianza y de solidaridad cara–a–cara, relaciones constantemente negociadas y renovadas, o espacio comunal en el que las personas se hicieran sensibles a las necedades del otro. Esto, sin duda, no ocurrió. La fragmentación de las grandes instituciones ha dejado en estado fragmentario la vida de mucha gente: los lugares en los que trabajan se asemejan más a las estaciones de ferrocarril que a pueblos, la vida familiar ha quedado perturbada por las exigencias del trabajo, y la migración se ha convertido en el icono de la era global, con más movimientos que asentamientos. El desmantelamiento de las instituciones no ha producido más comunidad.

 Dicho desmantelamiento no ha producido más comunidad ni más libertad, los pensadores daban por hecho que la falta de regulación estatal estructuraría una ciudadanía consciente y responsable, la cual no necesitaría del estorboso Estado para desarrollarse. Las inmensas regulaciones del Estado de bienestar y su control sobre la vida de los individuos y la economía debían ser dejados de lado. Ante lo anterior, el mercado parecía ser la solución, el ente que se manejaba con autonomía según los principios de la mano invisible. El mercado podía ser la clave para declarar la autonomía individual de las personas y garantizarla, lo cierto es que no necesitaba garantizarla, sino que a falta de regulación ésta se daría de manera natural. Esto parecía ser el sueño liberal de que el individuo por sí solo logra su total realización, sin tomar en cuenta si existen o no los medios necesarios para lo anterior. También garantizaría la total libertad de los flujos, tanto financieros como de bienes e incluso de servicios. Las reformas estructurales de la década de 1980, más allá de discutir si fueron un producto de un designio desde las instituciones internacionales o de la trilateral, como el Fondo Monetario Internacional, por medio de las cartas de intención, produjeron un cambio importante en la forma en la que estaba estructurado el Estado, su tamaño comenzó a adelgazarse y, por consiguiente, sus instituciones comenzaron a desmantelarse al grado de que sólo se pensaba en atender las cuestiones que eran de importancia inmediata, donde el Estado fungiría como mero árbitro en la economía, sin entrometerse en las fallas de ésta. Se trata de la inauguración de un Estado minimalista que concuerda con el aparato teórico neoliberal y que se presenta desarticulado; a la postre, este tipo de Estado sentaría las bases para mostrarse incapaz política e institucionalmente de regular su economía y en consecuencia al mercado. La globalización ha promovido y hasta producido procesos de interacción global sin precedentes. En ese sentido, la sociedad del riesgo de Beck,

Resulta un concepto útil para estudiar una problemática que no sólo se reduce a problemas medio ambientales, imprevisibles de corto plazo, sino que incluye una serie de factores económicos y sociales prácticamente imposibles de predecir con rigor espacial y temporal, pero que sabemos que sucederán. La crisis de 2008 es una muestra de esta serie de fenómenos que nos afectan de manera global y que al parecer no se pude controlar. Un problema económico como tal produce una serie de acontecimientos que parecían ser controlables o que hacían creer que con la experiencia de las anteriores crisis, como la de 1929, que para resolverla sería cuestión de una receta para poder evitar sus devastadores efectos. No obstante, esto no fue así, porque la economía sufrió tal afectación que parecía un fenómeno sin precedentes que llevó a replantear la forma en que los Estados se debían comportar ante la crisis e incluso ante la idea de un nuevo paradigma de la gobernanza a escala global. La crisis puso en claro los límites de la globalización para autorregularse y la necesidad de que los Estados participen de manera más activa en la regulación de los flujos de dinero en el sistema financiero internacional. 

El mercado, dejado a su libre albedrío, es autodestructivo; si el Estado no establece reglas claras, la falta de límites crea grandes desajustes en la economía, propiciando grandes quebrantos ante la irresponsabilidad con la que se dan los préstamos, se conducen las empresas y sólo se da prioridad a la ganancia inmediata sin pensar en los efectos sobre la economía a largo plazo. Durante las crisis se hace más visible la forma en que el mercado necesita del Estado para rescatar empresas, estabilizar la economía y para que estos problemas no alcancen magnitudes catastróficas de las cuales las economías tarden más en recuperarse. El problema no termina con la intervención estatal, sino el hecho de que se apliquen medidas como las denominadas contra cíclicas para que la economía se recupere. Para muestra de lo anterior, es prudente señalar lo que ocurre con banqueros y empresarios en general, quienes están en contra de las reformas que el actual presidente de Estados Unidos, Barack Obama, pretende en aras de reformar el sistema financiero —pero que, paradójicamente, no están en contra de las medidas contracíclicas que los están beneficiando. 

Dichas reformas, las cuales están tratando de establecer ciertas regulaciones para que no se vuelva a repetir una crisis como la de 2008, sin duda pueden afectar las utilidades de las empresas e instituciones financieras privadas, pero al largo plazo construye mejores economías y con bases más sólidas. Por muchos años la globalización era tratada como un concepto indefinible y autónomo, ya que se hablaba de ésta indiferenciadamente y podía abarcar desde una televisión que contenía piezas fabricadas en todo el mundo, hasta las economías más interrelacionadas a escala mundial, como también la homogenización cultural que cada vez era más acentuada debido a los medios de comunicación y el internet. Es por ello que "el término globalización no define suficientemente este mundo. [Es mejor] hablar de a runaway world —según la expresión de Anthony Giddens—, de un mundo desenfrenado [desbocado]".



Y el problema es que estos últimos no producen un equilibrio, sino que pugnan por la lógica del laissez faire, laissez passer como una lógica autorreguladora de los mercados. La retórica de los representantes económicos más importantes en contra de la política social estatal y de sus valedores deja poco que desear en cuanto a claridad. Pretenden, en definitiva, desmantelar el aparato y las tareas estatales con vistas a la realización de la utopía del anarquismo mercantil del Estado mínimo. Con lo que, paradójicamente, a menudo ocurre que se responda a la globalización con la renacionalización.

La globalización financiera "se apoya sobre fuertes tendencias que la convierten en una verdadera ola gigantesca, y no simplemente en una moda pasajera; dichas tendencias son: la innovación, la internacionalización y la desreglamentación".

 La globalización ha tenido efectos positivos en nuestras vidas, ello es innegable; como ejemplos están el acceso a los flujos de información, la internacionalización de los derechos humanos, la conciencia del respeto a la diversidad, las posibilidades de fundar una nueva paz a escala planetaria, la diversificación de la producción mundial. Sin embargo, podríamos afirmar que los efectos negativos —tales como la nula regulación de las trasnacionales, hasta las redes negativas a escala mundial como el tráfico de drogas, armas y personas, y el ensanchamiento de la distancia entre ricos y pobres— son mayores de manera comparativa. Los grupos globalifóbicos no están en contra de la globalización en sí, aunque suene como una paradoja su mismo nombre, nadie desea regresar a las fronteras cerradas del pasado, ni que los derechos humanos no sean reconocidos, ni que las mujeres abandonen los derechos que tanto trabajo les ha costado conseguir, sino que "el problema, y ahí reside la verdadera razón de ser del movimiento, no consiste en cómo 'deshacer' la unificación del planeta, sino en cómo controlar y domar los hasta ahora salvajes procesos de globalización. En cómo hacer que, en lugar de constituir una amenaza, se conviertan en oportunidad de mostrarse humanitarios".

El desafió del Estado en estos momentos es refundarse, debido a que la forma como actúa el mercado a escala mundial, que socava tanto las economías nacionales como los mismos Estados, crea una nueva forma de política que sale de los canales tradicionales institucionales de la política tradicional y ahora se define por una subpolitización, la cual se maneja sin la participación del Estado. "Los verdaderos poderes que determinan las condiciones en las que todos actuamos en estos tiempos fluyen en el espacio global, mientras que nuestras instituciones políticas siguen en general atadas al suelo; son, nuevamente, locales".

 La idea no es la de fomentar una alergia al mercado por el mercado mismo, pero sí de buscar y fomentar los equilibrios necesarios entre Estado y mercado; como lo afirma Jean–Paul Fitoussi: La apertura de las economías aumenta el riesgo de los países a los conflictos externos y, por tanto, a la incertidumbre económica; para ser eficaz, requiere ir acompañada de un crecimiento de los gastos públicos y de los seguros sociales, al mismo tiempo que de un comportamiento activo de las políticas económicas. En esa hipótesis, y sólo en el caso de los países emergentes, la globalización produce lo mejor, no lo peor.

 Es en ese sentido que autores como Joseph Stiglitz pugnan por fomentar en el ámbito económico una mayor acción colectiva internacional, es decir, entre los Estado nacionales en estricto sentido. Más cooperación y entendimiento entre Estados sería sinónimo de mayor contrapeso a las fuerzas del mercado y, en consecuencia, la consolidación de un mundo menos expuesto a crisis como las que hemos vivido. Por ello no es coincidencia que el mismo Stiglitz piense que ese marco de acción colectiva sea también el escenario propicio para "abordar cuestiones de democracia y justicia social", en medio de la globalización. 

 Además, ello se justifica cuando consideramos que, encima, los nuevos actores no estatales se encuentran, cada vez más, prescindiendo del Estado y están creando redes extra escales, las cuales carecen de control y de legitimidad para dirigir la vida de las personas. De hecho, "la idea misma de la globalización conllevaba, en efecto, la voluntad de construir un capitalismo extremo, liberado de toda influencia exterior, que ejercería el poder sobre el conjunto de la sociedad. Es esa ideología de un capitalismo sin límites lo que ha suscitado tanto entusiasmo y tanta protesta". La forma de actuar de las crisis y de los nuevos actores a escala internacional, incluso nacional, nos debe dar ciertas pistas de la manera en la que se debe conducir el Estado. La soberanía en la forma tradicional de los Estados ha dejado de ser la misma, la forma kelseniana de Estado, territorio y población pierde sentido ante la indeterminación de los Estados en el panorama internacional, pero el problema es que éstos se aferran a sus estructuras tradicionales de formación. "Un Estado puede contar con estructuras legales internacionales, westfalianas y perfectamente determinadas en el interior del territorio, y a pesar de ello, poseer una capacidad limitada de regular los flujos que cruzan sus fronteras y su consiguiente impacto interno".

 Lo anterior nos debe dar una idea de que nada está localmente delimitado, ahora las interacciones en el planeta afectan a todo el mundo, aunque la globalización no sea un proceso uniforme, sus efectos tanto positivos como negativos se pueden hacer sentir en todo el planeta. "Todos deberemos reorientar y organizar nuestras vidas y quehaceres, así como nuestras organizaciones e instituciones, a lo largo del eje 'local–global'". Si los países siguen siendo celosos de su soberanía, como en el viejo concierto de la naciones, lo más seguro es que las crisis y catástrofes sigan surtiendo los efectos devastadores que hasta ahora han hecho sentir. Y es que si bien es cierto que el Estado se ha convertido en un promotor de parte importante de las crisis, en esta última se ha evidenciado que el Estado también ha sido promotor de los rescates financieros; la preeminencia de dicho Estado no queda en duda: le queda buen potencial para hacer frente a crisis políticas y económicas, lo que sí es importante plantearse es la pertinencia o no de que dicho Estado moderno sea el auspiciador del mercado en los momentos en que éste le requiere, tales como las grandes crisis. Al respecto, una respuesta a la necesidad de replantearse las bases del Estado a propósito de las crisis globales, podría formularse en el sentido de buscar una mayor cooperación a escala global, pero asumiendo las responsabilidades que cada Estado toca en el ámbito nacional. En la medida en que las soluciones y la forma en la que se mire el mundo sea a escala local–global, las decisiones que se tomen podrán ser más efectivas y operar en beneficio de la población. Por ejemplo, en el caso del narcotráfico en México, un municipio no puede pensar el problema como un asunto meramente local si las armas y el consumo se da en tierras de sus vecino inmediato, en este caso Estados Unidos; la forma en la que debe estructurar la solución debería ser de manera coordinada. En el caso de una maquila que depende de una trasnacional sucede lo mismo, ésta depende de las compras que se hacen al otro lado del planeta y de su matriz, que se puede encontrar en un lugar también alejado, por lo que las decisiones son tomadas del otro lado del mundo. De esta manera, en lo que se debe pensar es en la forma en la que se puede hacer que dicha maquiladora permanezca en determinado espacio territorial con estímulos fiscales u otras formas de incentivación. 

 LA NUEVA FORMA DE ORGANIZACIÓN MUNDIAL

El sistema westfaliano de organización internacional, concebido en 1648, pero enriquecido de manera sustancial a lo largo de los siguientes siglos, promovió una manera unidimensional y totalizadora de entender y asimilar la organización del mundo, ello por la homogeneización que provocó la creación del sistema internacional. Dicha organización, a la manera moderna, poseía un elemento básico de cohesión, y es que ésta fue prioritariamente estatocéntrica. El fin de la Segunda Guerra Mundial, en ese sentido, promocionaría igualmente un orden bien definido en términos organizativos, tanto a en el ámbito político como en el económico. Hasta las bases más tangenciales del sistema estaban establecidas con relativa claridad; en ese sistema, la constante fue sin duda la del Estado como primicia elemental. Con todo, la introducción y posterior agudización de la mencionada globalización como proceso complejo, trastocó pilares que parecían intactos en el sentido que ya se ha tratado anteriormente.

El Estado hacia afuera no fue la excepción, y ello ha alterado en definitiva la organización mundial. Si bien es cierto que, a partir de 1945, se da pie y espacio a una entonces nueva institucionalización en el medio internacional, lo cierto es que la aparición de instituciones que van desde la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y su carta, hasta todo el sistema Bretton–Woods y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), por un lado, y la articulación socialista por el otro, respondían a la lógica del Estado por el Estado mismo. En esa lógica, la política internacional, en el sentido de Morgenthau, representaba un claro ejemplo de la máxima realista del poder por el poder mismo, permeando incluso en toda la escuela de las relaciones internacionales y afectando, naturalmente, en la organización internacional.

 En una lógica realista, también podríamos entender dicha institucionalización como la respuesta más evidente ante un hecho de eventual muestra de poder. Contextualizando, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, tanto Estados Unidos como la Unión Soviética expresaban su voluntad en la creación mediada de basamentos constitutivos de aquel orden mundial y, de esa manera, manifestaban su poder; de ahí que el papel político de las instituciones resulta de suma importancia, de ahí que se piense que "en un mundo institucionalizado es imposible entender cualquier actividad sin llegar a alcanzar el significado de esas reglas constitutivas y del juego más amplio que definen [...] En las teorías basadas en el papel desempeñado por los actores, son esos mismos actores quienes crean las instituciones".

 Así pues, el panorama descrito al inicio del presente trabajo, permite reflexionar en torno a la dinámica que ha seguido la organización mundial hasta la actualidad, principalmente a partir de sucesos históricos concretos —que van desde la caída del muro de Berlín, el desmantelamiento de la Unión Soviética y, más recientemente, la caída de las Torres Gemelas en Nueva York— pero que obedecen al arraigo de procesos históricos complejos. Resulta entonces que, hoy por hoy, la organización internacional es víctima de su propio contexto. La incapacidad e insuficiencia de las instituciones y organizaciones internacionales para ocuparse de la problemática global, la emergencia y/o consolidación de actores políticos no estatales y el fomento y aparición de organismos supranacionales —el caso de la Unión Europea, sin duda, parece ser el más exitoso y acabado, aunque no es el único— son signos sintomáticos de un cambio de época. Y todo ello se entiende a partir de un patrón común: el debilitamiento del Estado. Mientras que, como ya se explicó, el Estado–nación tiende a debilitarse ante la emergencia de nuevos actores y factores que inciden con fuerza en los asuntos que anteriormente sólo le competían al Estado, éste continúa desenvolviéndose en un terreno de organización internacional que ya no responde a la realidad actual. Si bien no se trata de una refundación completa del sistema, por lo menos, resulta necesario el ejercicio reflexivo y autocrítico de una institución como el Estado para poder dar pie a una nueva institucionalización mundial de carácter cosmopolita, en busca de dar efectiva respuesta a una serie de problemáticas de orden global que, naturalmente, no encuentran respuesta completa en el ámbito local. Tal como Beck sugiere: [...] la sociedad cosmopolita necesita nuevas instituciones para garantizar y regular la convivencia de una civilización interdependiente que se ha puesto a sí misma en peligro. Así pues, es la necesidad de revisar el derecho internacional en sus mismos cimientos la que abre todas las fronteras al doble pensamiento de "la guerra es la paz" y "la dictadura es la democracia".

Respecto de la labor del Estado ante los embates de la globalización, éste parece haber adoptado dos actitudes, y en esa línea podemos hablar de dos alternativas; en primer lugar, y pareciera que de manera recurrente, la nostalgia nacionalista parece inducir a los Estados hacia una conducta regresiva, retraída y moderna a ultranza. La invocación del nacionalismo estatal ha promovido distintos movimientos organizativos en el medio internacional en los que, ante todo, prima el interés nacional y la razón de Estado maquiavélica. Así, [...] ante la incapacidad de los Estados nacionales para gestionar un mundo global hemos asistido también, en los últimos años, al surgimiento y consolidación de diversos actores políticos nacionalmente centrados —como el G8, la Unión Europea o la Organización Mundial del Comercio—, teóricamente destinados a paliar este déficit, así como a un renacimiento de la visibilidad —ya que no de la democraticidad [sic] ni de la eficacia— de las organizaciones nacidas al fin de la Segunda Guerra, como la ONU, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Por otro lado, y como contraposición a la postura anterior, aparece una perspectiva cosmopolita. Para ello es primigenio reconocer la mermada capacidad del Estado nacional en la actualidad, sobre todo en términos comparativos con algunos de los actores no estatales y su poder político, económico y, en ocasiones, incluso bélico. Pero también es importante asimilar el hecho de que la presencia de un Estado fuerte y responsable es necesaria para atenuar un sinfín de situaciones que generan exclusión, marginación e injusticia social dentro del Estado mismo. Una perspectiva de ese tipo, pasa primero por el reconocimiento de que "el vaciamiento de la soberanía del Estado nacional seguirá ahondándose y, por tanto, resulta imprescindible proseguir con la ampliación de las facultades de acción política en el ámbito supranacional". Además, en términos de una sociedad de riesgo mundial, la línea lógica de acción parece más la de una cooperación precisamente en sentido cosmopolita y a través de un motor realista, es decir, el interés nacional residido en la razón de supervivencia global, o cooperar para sobrevivir.

Se trata de una comunión paradójica que, en otro contexto, parecería una dicotomía incoherente por sí misma, pero que hoy se nos presenta como una posibilidad latente a expresarse en una institución como el Estado, con miras a reflejarse en la organización internacional. La globalización, finalmente se presenta como un concepto que permea en la organización internacional y remueve parte importante de sus raíces constitutivas. Tradicionalmente, incluso a manera de prejuicio, el proceso de globalización ha sido contundentemente asociado al mito fundacional de un capitalismo absoluto y absorbente del globo; sin embargo, un estudio más profundo permite analizar la coyuntura como una oportunidad refundacional, en la que el Estado deberá reposicionarse sobre basamentos renovados, con una responsabilidad global, para que, idealmente, ello se exprese en la institucionalización internacional y en una organización de corte más bien global antes que interestatal. Y mediante el cual pueda llegar a democratizarse la globalización, porque en esta medida habrá más actores que puedan controlar el efecto negativo que ésta pueda tener sobre la vida de las personas en el planeta. Lo que se busca es el desocultamiento de los nuevos actores, debido a que [...] mientras los agentes tradicionales ya no son capaces de llevar a cabo ninguna acción eficaz, los agentes verdaderamente poderosos y con recursos se han ocultado y operan fuera del alcance de todos los medios tradicionales de acción política, especialmente fuera del alcance del proceso de negociación y control democrático centrado en el ágora.

 Estos nuevos agentes celebran su independencia y autonomía del ágora. Por el momento, el Estado parece el único capaz de tener un control eficaz, claro que de la mano de la sociedad civil que cada vez tiene un papel más activo dentro de la organización internacional. Por ello la necesidad de repensar la forma en la que las organizaciones estatales internacionales se pueden desenvolver en la globalización.

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